Marisella Zamora. Bogotá. 1977. Autodidacta. Independiente. Ha participado en los colectivos Los Impresentables Literatura Emergente (adscrito a la Red Nacional
de Talleres de Escritura Creativa Relata) y el Taller Virtual de Escritores de la Red de Talleres Locales de Escritura de la Gerencia de Literatura del Idartes. Algunos de sus relatos serán
publicados en la Antología del II Concurso de microrrelatos "Pluma, tinta y papel" del portal Diversidad
Literaria y en la Segunda Edición de la Revista Digital Túnel de Letras. Dirección electrónica: mariza7477@hotamil.com
Lo encontré una tarde lluviosa, tirado a la orilla de una carretera poco transitada. Tan pronto lo vi, supe que no pertenecía a nuestra realidad, que había sido arrojado en este mundo
inhóspito y desconocido para él, cuando aún le quedaba mucho tiempo por vivir.
Aún en el lamentable estado en que se encontraba, era un hombre hermoso. Reunía, para mí, todas las perfecciones masculinas posibles. Como pude, lo auxilié. Lo subí a mi auto y lo conduje
rápidamente al primer hospital que hallé en el camino. Luego, como no tuviere a dónde ir, lo llevé a mi casa y me encargué de cuidarlo. Una vez se sintió mejor, me relató su historia: en
efecto, era un personaje arrojado de la forma más vil fuera del mundo en el que había sido creado. Su autora, una escritora mediocre de novelas rosa, no hallando argumentos suficientes para que
continuara con vida, había preferido inventarle un burdo accidente de tránsito y sacarlo de escena. También me confirmó lo que yo ya sospechaba: si se quedaba en este mundo ajeno, viviría muy poco.
Le era forzoso volver a su realidad. Sin pérdida de tiempo, compré la novela a la cual hasta hace poco había pertenecido. La leí varias veces y comencé mi trabajo. Mi idea era cambiar el argumento y
darle cabida al personaje rescatado. Trabajé en ello toda una noche, reescribiendo mi historia ajena, y a la madrugada, lo había logrado: el bello intérprete renacía en las páginas de la nueva
versión que escribí. Cuando me retiré a descansar y quise comprobar si aún dormía, tuve que conformarme con el delicioso olor a sándalo con que dejó impregnada la cama. Al día siguiente, fui a la
oficina de mi editor y le entregué aquellas páginas recién concebidas, frescas de tinta y emoción.
Pudo haber terminado allí. Pudo haberse tratado sólo de una anécdota fantástica. Pero al cabo de un par de meses, apareció ella, la autora original, la señora X. Mi editor me llamó un tanto
contrariado, diciéndome que aunque no me creía capaz de cometer plagio, había recibido ésa misma mañana la visita de la señora X, reconocida escritora quien, muy enojada, había expuesto sus
argumentos para asegurar que mi última novela no era más que un plagio descarado de la suya y que por ello, había instaurado una demanda en mi contra.
Tuve entonces que acudir a los tribunales. Traté por todos los medios de explicarles que, en efecto, se trataba de un caso atípico, pero que la señora X ya le había dado muerte a su personaje
cuando yo lo hallé en la carretera.
Ella a su vez argumentaba que si bien había decidido que lo mejor en ese momento era que él muriera, al permanecer con vida le seguía perteneciendo. Que lo más ético de mi parte habría sido
buscarla y devolverle a su hombre y no apropiármelo, como había hecho.
La suerte no estuvo de mi parte. Pasé 2 largos años en prisión, tiempo suficiente para fraguar mi revancha. Leí toda la obra de la señora X, informándome además sobre su vida y hábitos.
Cuando finalmente salí del penal, me dirigí de inmediato donde mi antiguo editor. Le llevaba el producto de 2 años de trabajo. Accedió a publicarme, no sin reticencias, al cabo de algunos
días.
En síntesis, mi nueva novela versaba sobre una mediocre escritora de novelas rosa que un buen día, sin tener ya nada más qué decir, comienza a plagiar la obra de un colega, robándole sus
personajes. El escritor afectado decide demandarla y ésta, finalmente es llevada a la cárcel.
La crítica fue benévola y las ventas se movieron de manera aceptable, así que decidí marcharme por un tiempo y tomar las vacaciones tantas veces aplazadas. Cuando regresé, quise saber de la
señora X y lo hice visitándola directamente en el penal. Ahora ella es mi personaje. Cuando cumpla 2 años recluida, veré que giro darle a la historia (si es que ella no está escribiendo ya sobre mí,
si es que ella no es quien me dicta lo que ahora escribo.)
Un día, el Verde decidió marcharse definitivamente; lo hizo a la vista de todos, pero estaban muy ocupados para notarlo, aunque les hubiera dado la oportunidad de echarlo de menos, empezando a
partir poco a poco.
Primero, decidió retirarse de las plantas que a manera de accesorio, adornaban las oficinas y salas de los hogares. Quienes lo notaron hicieron caso omiso, pensando que simplemente se
habrían secado por efecto del clima y que pronto reverdecerían. El vértigo de la vida diaria no da tiempo para ocuparse de esas insignificancias.
Viendo que eso no era suficiente para llamar la tención, optó por abandonar los pocos árboles que aún existían; al parecer, logró el efecto contrario, pues a quienes lo notaron les pareció un
hermoso espectáculo de la naturaleza ver los árboles revestidos de gris.
A pesar de estas derrotas, el Verde no se dio por vencido. Pensó que tal vez si se retiraba de las pocas montañas vírgenes que rodeaban la ciudad, lograría el efecto deseado; con dolor se
despidió de ellas y una mañana de domingo, buscando la mayor cantidad de espectadores posible, se replegó lo más que pudo, se escondió en una pequeña gruta lejana y esperó ansioso la reacción de los
ciudadanos. Pero las horas pasaban y muy pocas personas comentaban el extraño fenómeno:
-“¿Las montañas se ven grisáceas, no le parece vecina?”
-“Es verdad, no lo había notado; ¿será por efecto del calor que hace por estos días?”
-“Sí, debe ser, ¿No escuchó usted algo sobre unos árboles grises? Es por lo mismo.
Eso fue todo.
El Verde pasó una noche terrible acurrucado en su gruta, su noble ego herido, pensando en el paso definitivo que iba a dar. Redactó una nota para la Asociación de Colores del Arcoíris donde daba
cuenta de su retiro del colectivo.
A la mañana siguiente, el Verde había desaparecido de toda verdura y legumbre que estuviera destinada a esa comunidad. Pero, lamentablemente para él, el inusual fenómeno fue explicado por
estudiosos que no sabían y aceptado por habitantes que no entendían.
Estaba decidido. Ese fue el último día que le verían allí. Recogió sus pocos vestigios alojados en jardines, campos de fútbol y separadores de avenidas y se refugió en la gruta.
Así fueron pasando los días; poco a poco la falta de Verde comenzó a hacer mella en la vida perfecta de los habitantes; las verduras y legumbres llegaban todos los días a los mercados, sólo que
ahora eran grises; las autoridades ambientales y de salubridad recomendaban no consumirlas. Para contrarrestar tal situación, se optó por importar dichos alimentos, pero extrañamente, tan pronto
llegaban a los mercados, adquirían el desagradable color gris.
El calor cedía y la temporada de lluvias se avecinada; la comunidad confiaba en que todo reverdecería, pero no fue así; a pesar de los aguaceros, árboles, montañas y alimentos seguían siendo
grises. Los informes, estudios y noticas al respecto eran escuchados atentamente, con la esperanza de entender qué estaba pasando y sobre todo, cuándo se solucionaría.
Se alzaban voces a favor y en contra de cualquier argumento: algunos culpaban abiertamente a los fabricantes de fertilizantes, herbicidas, fungicidas, plaguicidas, etc. Otros, hablaban de
castigo divino y por enésima vez, del fin del mundo. Los más osados, defendían la tesis de posibles invasiones alienígenas, no así los estudiosos, quienes aseguraban que todo se debía a los
efectos del cambio climático. Fue en ese punto cuando se hizo necesario hacer venir a los Mamos de la Sierra para que haciendo uso de su sabiduría milenaria, invocaran al Verde y le pidieran
que regresara.
¡Qué soberana majestad la de estos ancianos! Les bastó con ver el imperio del gris reinante para saber lo que pasaba. De inmediato, pidieron convocar a la comunidad en sus plazas centrales esa
misma noche, mientras ellos, poseedores de todos los secretos de la Madre Naturaleza y conocedores de su lenguaje sagrado, se encargarían de hablar con el Verde.
No les fue difícil encontrarlo; él quería ser descubierto. ¡Qué felicidad sintió al recibirlos! Tembloroso, como un niño asustado y bañado en llanto, les refirió todas sus tristezas acumuladas
durante años de olvido; cómo lo habían desplazado cada vez más, en aras de su civilización de hierro y concreto.
Entonces, la comunidad expectante al abrigo de la noche, fue testigo del espectáculo más hermoso que hubiese podido ver mortal alguno: ni los rayos del Sol despiden tal claridad y belleza como
la que despedían los rayos del Verde aquella noche mágica. Una sinfonía, una gradación de tonos verdes inundó el cielo, bañó la tierra y lo regó todo. Por espacio de un minuto, el Verde se mostró en
su real magnitud, pleno, rebosante, feliz.
Los ciudadanos casi no pudieron dormir esperando que llegara la mañana para ver cumplida la promesa que el Verde había hecho a los Mamos.
Por su parte, el Verde aún espera pacientemente ver cumplida la promesa de los ciudadanos.
Esa mañana, como era habitual, también tuvo la certeza de que empezaría a escribir su obra cumbre; por desgracia, le acompañaba una recurrente sensación de memorias olvidadas, que empeoraba a
medida que pasada el día. Sin embargo, estaba dispuesto. Su ínfima pensión no bastaba para cubrir los excéntricos gastos de un escritor, así éste fuera totalmente anónimo, de modo que tras un frugal
desayuno y luego de revisar los titulares de prensa, se internó en su estudio.
Sabía que lo más difícil del proceso era plasmar las primeras líneas y para salvar ese escollo, había optado por tomar apuntes de todo cuanto su mente le permitiera crear. Así la hoja blanca,
ese fantasma que ahuyenta las palabras, ya no podría sabotear su trabajo.
Entonces escribió: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…”, pero en este punto se detuvo.
Había que ver la expresión de aquel hombre; era el monumento vivo a la derrota. Acaba de recordar que ésa ya era una obra cumbre, de hecho, una de sus favoritas. Lo atropelló un remolino de
recuerdos respecto a la misma y a su autor. Presa del pánico senil que sucedía a estos episodios de memoria oculta, se abalanzó sobre el bello ejemplar sólo para constatar que efectivamente ya había
sido escrito.
Horas de llanto, horas de rabia, de impotencia y desesperación fueron preludio de un estado de somnolencia. Mas cuando despertó, como por efecto de una bendición divina, no recordaba nada. Tomó
un libro, sirvió café y se abandonó a una nueva embriaguez literaria.
A la mañana siguiente, se sentía otra vez dispuesto. Tras repetir maquinalmente los mismos hábitos, escribió:
“Cierta tarde de principios de julio, muy calurosa, un joven abandonó la mísera habitación que tenía alquilada en la calleja de S…”
E igual que antes, la esquiva lucidez mental le mostró en un minuto el mundo que no había creado: furiosamente, arrancó del estante el ejemplar de Dostoievski e hizo la cruel comprobación.
¡Para qué relatar tantas penurias! Basta con decir que le había ocurrido lo mismo con Kafka, Dante, Shakespeare, Víctor Hugo, Poe, Vargas Llosa, Lorca, Hemingway…
Pero una mañana, se despertó especialmente dispuesto. Tanto, que fue a cobrar su pensión, compró algunos víveres y hasta dialogó con los vecinos. Se veía radiante. Tal vez la sensación de
recuerdos olvidados le abandonó por unas horas.
Estaba ansioso por comenzar a escribir. Esta vez sí que lo había logrado. Tenía toda la historia perfectamente organizada. No recordaba haber escrito tantos apuntes y mucho menos que los hubiera
escondido, así que encontrarlos fue una total revelación. Esta obra era magistral:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”
Las palabras fluían sobre las hojas. Era un rapto de inspiración increíble para una jornada muy productiva. Sabiendo que podía retomar la escritura de “su” novela en cualquier momento,
decidió retirarse a descansar. ¡Sueño pesado y feliz!
La mañana lo recibió con un fuerte aguacero. Nada mejor que el café. Nada mejor que la prensa. Los titulares anunciaban días de duelo nacional. Un célebre escritor había fallecido.
- Ni tan célebre; no conozco su obra, se dijo. Y sonrió despectivamente.
Leyó más por curiosidad que por interés. La desagradable sensación de recuerdos recuperados que se atropellan torpemente le invadió todo el cuerpo. La editorial de prensa que causó tal conmoción
comenzaba así: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”
En efecto, un célebre autor había fallecido y él, un escritor que nunca lo fue, apenas tuvo el tiempo suficiente para ubicar en la biblioteca “Cien Años de Soledad” y hacer la odiosa
comprobación.
Hacía varios años ya que despertaba cada día con la ilusión de un milagro: su hijo se acordaría de ella, iría a visitarla y hasta le llevaría flores; sabía que no debía esperar demasiado, pero
se trataba de su Andy y aún después de tanto tiempo separados, seguía teniéndole muchísima fe.
Los días avanzaban lentos para ella, raudos para él, como si vivieran en tiempos diferentes; le era doloroso reconocer que muy pocas veces Andy la recordaba y sin embargo, ella estaba siempre
ahí.
Era un hombre promedio, de esos que elevan plegarias a Dios sólo cuando la necesidad es apremiante; tenía una bella esposa, hijos aplicados, empleo agradable, amigos leales, reconocimiento y por
supuesto, dinero. Ella, por su parte, era la madre sumisa, entregada, sacrificada, la de manos callosas sin manicura que había ido perdiendo la vista poco a poco en la velocidad de su máquina de
coser. Abogaba a Dios por él desde siempre, sin pedir nada para sí; las madres saben que toda su felicidad se reconcentra en la felicidad de los hijos.
Ahora, sabiendo que le quedaba poco tiempo, se atrevía a pedir algo para ella, aunque en su interior supiera que lo pedía también para él, para evitarle padecimientos al alma de su hijo llegado
el momento.
Un día más, otro, y otro, y con ellos, la esperanza; Andy se encontraba como siempre ocupadísimo. Excusarlo, perdonarlo por el olvido eterno y esperar.
Pero ya no había más tiempo; la hora del último estertor había llegado. Intentó llamarlo con todas las fuerzas de su pensamiento:
- ¡Por favor, me queda tan poco tiempo!
La suerte estaba echada. Las últimas lágrimas las lloró frente a la losa que daba cuenta de su muerte física: Abril 7 de 1987. Recordó cómo los primeros años, el hijo amado, junto con la
familia, venía a visitarla los domingos y le traía flores. Luego de algunos años, las visitas se fueron espaciando, pero aún le alcanzaba para seguir con vida; mientras no la borraran por completo de
sus recuerdos, permanecería viva. Con el tiempo, ese recuerdo se redujo a una misa anual por el “descanso” de su alma y finalmente, tuvo que conformarse con ser apenas mencionada en alguna reunión
familiar.
Todo esto había hecho que poco a poco fuera desapareciendo; los demás entes que compartían “eternidad” con ella, la animaban a no perder la fe, pero finalmente, habían terminado por aceptar que
pronto partiría.
Ella no se resistió; un último pensamiento en el que pudo ver a Andy. Era feliz.
Entonces, sintió cómo una fuerza sobrenatural la arrastraba consigo, pero ya no era consciente de que se había incorporado a ella. Había muerto. Ahora formaba parte de la fuerza del viento.
Lejos, muy lejos de allí, su hijo elevaría a Dios una nueva plegaria.
“La primera vez que la vi (o la volví a ver, o la inventé, o la soñé, ya no tengo certeza de ello), fue la noche del 24 de Diciembre de 2000, en una humilde iglesia de barrio. No necesité
nada más. De inmediato supe todo lo que tenía que saber: la historia de su vida se instaló en mi mente como si ella misma me la hubiera contado. Por eso, cuando terminó el oficio religioso, al cual
ya no presté la más mínima atención, me dirigí hacia ella, la abracé, intenté besarla, le reproché su abandono, le dije que la amaba. Ella, pobrecilla, gritaba asustada. No recordaba que me conocía.
Vinieron algunas personas en su auxilio, pidiéndome que la dejara en paz. Yo intenté explicarles que aunque ella no lo recordaba, nos conocíamos de toda la vida. Ella lo negaba. Sollozaba. Me miraba
con terror. Algunos hombres me tomaron por los brazos y me llevaron fuera. Me amenazaron. Yo gritaba. Contaba detalles de nuestra vida juntos. Ella, mi hermosa, estaba cada vez más aterrada.
Evidentemente, lo que yo decía era cierto. La muchedumbre la interroga. Ella decía que sí, pero que no me conocía, que jamás me había visto en su vida. ¿Por qué, hermosa? Aún no puedo entenderlo.
Intenté zafarme, maldije, lancé golpes a diestra y siniestra. No supe más. Cuando desperté estaba en una celda. Consciente de la gravedad de la situación, eché mano de toda mi diplomacia y pedí
hablar con un superior. Me explicaron que había protagonizado un escándalo en la iglesia, que había incomodado a una mujer al confundirla con otra, y que había golpeado salvajemente a unos hombres
que intentaron ayudarla. Que como no tenía antecedentes, saldría cumplidas 72 horas. Asentí. No podía hacer nadas más. Mi calvario había comenzado”
Máximo estaba sentado en su banquillo del jardín. Tendría, a lo sumo, unos 60 años. Sus ojos parecían haber sido hurtados a una noche sin luna. Llevaba internado en el Centro de
Recuperación La Posada, casi 10 años. La doctora Piedad Rojas, directora del psiquiátrico, me explicó que lo único que lo tornaba violento era que intentaran leer “su obra”.
Días antes, yo había concertado una cita telefónica para visitar el lugar. Le dije a la doctora Piedad que me interesaba escribir una crónica sobre un hombre que había sido internado allí
hacía varios años. Me refería a Máximo. Conocí su historia por accidente, al leer en un viejo ejemplar de El Espectador una nota sobre un novel escritor desquiciado que andaba en busca de una mujer
que, al parecer, no era más que el personaje de uno de sus cuentos. Tras largos días de investigación, supe que Máximo había protagonizado varios episodios en los que abordaba mujeres argumentando
conocerlas de toda la vida. La situación, según Julia, la única de sus hermanas que aún vive en un barrio al sur de Bogotá, se hizo insostenible y por ello decidieron que lo mejor era internarlo.
Cuando le pregunté si visitaba a su hermano en el psiquiátrico, me dijo que tal vez ella misma era uno de los personajes de los cuentos de Máximo; que tal vez, ella tampoco era real. En ese momento
pensé que los desequilibrios mentales de Máximo eran de familia.
Sin embargo, la impresión que me dio cuando lo vi, fue la de un hombre absolutamente cuerdo. Eran casi las 3 de la tarde y el calor era insoportable. Me acerqué a su banco con cautela y, como
reaccionara amablemente, me senté a su lado. La doctora Piedad me había recomendado que inicialmente no lo atormentara con preguntas. Que lo mejor era dejarlo hablar si quería. No tuve que
esperar mucho. Casi de inmediato, comenzó su soliloquio:
“Mi familia me internó aquí un día caluroso, como hoy: el 13 de Agosto de 2003. Jamás hicieron el más mínimo esfuerzo por entender. Soy escritor, señorita, al igual que usted. ¿Sabe?, me sucedió
algo muy extraño. Un día, pesqué una idea maravillosa para una historia de amor. No era mi fuerte, pero la idea era tan sólida, que no lo dudé. Comencé a escribir lo que inicialmente sería un relato,
pero fue tal la excitación de mis sentidos, que terminó siendo una novela. Página tras página, la fui recreando a ella, a mi hermosa. Aunque narcisista, debo confesar que me enamoré de mi personaje.
Era la mujer idealizada por mi arte. Le di vida señorita, la creé para mí, la arranqué de las páginas de mi obra, pues no concebía que alguien más supiera de ella. Ocurrió de la manera más natural:
una noche simplemente, ella, mi hermosa, estaba ahí, en mi habitación, en mi cama, tal y como yo la había inventado. ¿Comprende usted el colmo de mi dicha? El tiempo que viví con ella fue la
época más feliz de mi vida. Pero cometí un error imperdonable: un día, la dejé sola en la casa, es decir, con mi familia. Cuando regresé, ella ya no estaba. Desesperado, la busqué durante días y
noches enteras. Mi familia se limitó a decir que no tenían ni idea de quién les estaba hablando. Que yo jamás había vivido en aquella casa con mujer alguna. Desfallecí. La busqué en la novela, pero
desgraciadamente para mí, allí tampoco estaba. Todo rastro de ella había desaparecido, como si jamás lo hubiese escrito. Recordé entonces que era una mujer piadosa, así que me dediqué a buscarla en
todas las iglesias de la ciudad. Una noche de 24 de diciembre, por fin la encontré. Era ella. No cabía la menor duda. No quise asustarla ni interrumpir sus rezos, así que esperé que acabara la
ceremonia…”
Máximo no pudo continuar su relato. Entró en una crisis. Los enfermeros me explicaron que era algo habitual en él: sentarse en el mismo banco, narrarle al viento la misma historia y entrar en
crisis.
Durante los días siguientes, dadas mis ocupaciones, no pude volver al Centro, pero ayer, después de casi quince días, recibí la llamada de la doctora Piedad, diciéndome que Máximo había
fallecido por cuenta de una complicación renal y que su última voluntad era que “su obra” pasara a manos de la “señorita escritora que me visitó”. En un estado de ansiedad febril, me
dirigí al Centro para reclamar mi tesoro. Me entregaron, luego de firmar unos documentos de rigor, una caja de cartón muy grande y pesada.
Hace un par de días terminé de inspeccionar el material. Absolutamente todas las hojas contienen en mismo relato:
““La primera vez que la vi (o la volví a ver, o la inventé o la soñé, ya no tengo certeza de ello), fue una noche de 24 de Diciembre en una humilde iglesia de barrio…”