Enrique Fernández Vilas

Enrique Fernández Vilas (Vigo, 1995) es profesor de la Universidad de Valladolid. Anteriormente, ha sido investigador en las facultades de Sociología y de Economía y Empresa, ambas en la Universidad de Granada, así como investigador visitante en el Instituto Nacional de Investigación en Guinea-Bisáu.


Graduado en Ciencias Políticas por la Universidade de Santiago de Compostela y en Antropología por la Universidad de Granada, completa su formación con el Grado en Sociología en la Universitat Oberta de Catalunya y el Máster en Antropología Médica por la Universidad de Salamanca. Actualmente, realiza un doctorado en Sociología Aplicada en la UVa.


Se ha especializado en el campo de la salud pública, lo que le ha llevado a publicar más de setenta obras científicas entre papers, libros, capítulos de libros y conference papers en multitud de revistas y editoriales tanto españolas como internacionales. Asimismo, es editor, evaluador y asesor de varias revistas científicas en Brasil, Perú, Suiza o España; e investigador miembro de la Social Research Unit on Health and Rare Diseases, centrada en el estudio de las enfermedades raras.


También ha colaborado con columnas de opinión en diversos medios de comunicación independientes, como ViceVersa Magazine, con sede en Nueva York. En el ámbito literario, ha participado en antologías de microrrelatos, cuentos y poesía como Luz de luna (2023), Poetas nocturnos (2024) o Adrenalina, feromonas y el desastre (2024).

Alguien me dijo un día que a más de cincuenta metros el agua se convierte en asfalto. Setenta me separaban a mí, la distancia entre la calzada del Puente de la Amistad y las aguas del canal de Suez, quizá la mayor expresión de una sociedad global.


Sentado en el borde de una de las mayores obras de ingeniería del siglo XIX, observaba fijamente el paso de los buques que transitan a diario esa gran ruta del comercio internacional. Cada uno a lo suyo.


Es esa sensación, la de no poder más. La de considerar que hasta aquí ha llegado tu cordura. Y entonces comienzas a escribir, a despedirte. No es un momento triste, tal y como cualquier persona ajena pudiera pensar, sino un enorme alivio.


El tiempo se detiene en ese momento para, con una extraña y aparente sensación de absoluta serenidad, intentar transmitirlo a sabiendas de lo difícil que será de entender.


En ese momento, pareces tener la vida más desorganizada que nadie. Cada mañana, cuando abro los ojos, lo primero que me saluda no es la luz del sol, sino una orquesta caótica de sonidos imposibles. Las bocinas de los coches no tardan en comenzar su ruidosa rutina, discutiendo en un lenguaje de furia y prisa.


A eso se suma el incesante murmullo de las personas, un río humano que fluye sin detenerse jamás, llevando consigo palabras y gritos que se entrelazan en una melodía sin fin.


Son voces que no se apagan con el cierre de una puerta ni se ahogan con el volumen de la música. Son persistentes, invasivas, un coro constante que discute, juzga y, a veces, desgarra con palabras afiladas como cuchillas. Duele.


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