«La noche era cerrada. El brillo de la luna llena apenas traspasaba las gruesas nubes oscuras. Caminaba por las estrechas callejuelas de Enderron, ciudad a la que llegué por la mañana. Resultaba imposible no pisar los charcos, desperdigados por doquier, en aquel suelo de tierra. Al final de la calle, un edificio resplandecía; imaginando que sería la taberna, me dirigí allí. Detuve los pasos junto a la puerta del local. Sobre el dintel, un rótulo que rezaba “El Oso Borracho”, encima del cual se encontraba tallada la efigie de un oso rampante, sosteniendo, en cada una de sus zarpas delanteras, una jarra de cerveza. El bullicio de su interior contrastaba con el sepulcral silencio que dominaba el resto de la ciudad. Empujé la pesada puerta de madera, con la intención de pasar al interior.
Al entrar al local, la primera sensación fue un profundo hedor que inundó mis fosas nasales. La taberna estaba repleta de parroquianos, la gran mayoría eran humanos y, buena parte de ellos, bastante escandalosos. En la esquina más alejada de mi posición, se hallaba una mesa ocupada por cuatro enanos, a los cuales se les veía muy cerca unos de otros, como si cuchichearan entre ellos, y mirando desconfiados hacia los lados. Una lozana muchacha, con dos trenzas que caían hasta su generoso escote, caminaba llevando tres jarras de bebida en cada una de sus manos. Al pasar de lado junto a una mesa, uno de los clientes se giró con un silbido, pero ella le ignoró, mientras él se quedó mirando con lascivia el sinuoso movimiento de sus caderas.
Desde su posición, tras la barra, el tabernero escupió al interior de una jarra para, a continuación, frotarla con un paño mugroso que colgaba de su cintura. Finalmente, hallé lo que buscaba: una mesa, cerca de la barra, ocupada por una sola persona y con una silla libre al otro lado. Me acerqué hacia allí. Era un hombre robusto, con una barba pelirroja, la cual comenzaba a tener más canas que cabellos anaranjados».